Tomasa solía ser el horcón de su casa, y todavía a los 107 años de edad, hace girar el mundo de los suyos.

Los hijos y los nietos se preparan, hace días, para festejar su cumpleaños este 29 de diciembre y ofrendarle asombros y cariños a la dama más longeva de la familia.

Arroz amarillo, su plato favorito de los últimos tiempos, viandas, ensalada con vegetales de estación y hasta un pastel adornará el sencillo banquete, dedicado a agasajar su larguísimo calendario.

Es probable pasen de largo y sin tocarla, los recuerdos que sus semillas compartirán alrededor de la mesa. Los sonidos ya no endulzan sus oídos

Esconde los espejos azules de sus ojos bajo los párpados, casi siempre entornados, y desde hace algunos meses dejó de sostener una conversación o hacer preguntas. Prefiere dormir.

Por sí misma ya no puede andar, pero sí distingue el sabor de las comidas y en su estómago hay una campana que no ha dejado de sonar en la hora del desayuno, el almuerzo y la cena.

“Le encanta el café y lo pide en las mañanas”, dice Ramón, su hijo y cuidador quien me advierte, que de seguro regresaré a hacerle una crónica a él, cuando también llegue a la centuria.

El anuncio cobra sentido. Su línea materna está dotada de esos genes prodigiosos que ayudan a vivir mucho y con calidad. Su madre tuvo once hermanos y dejaron este mundo después de los 90 años y más, dice el hombre, fuerte como roble, y ya pasa de los 80.

Monguito, como le dicen en el pueblo, recuerda su casa en la finca San Lorenzo, en Bainoa. Al compás de sus palabras resurge el hogar de su infancia, pobre, pero muy pulcro y ordenado.

Tomasa, delgada e increíblemente ágil, parecía tener un motor misterioso sin botón de apagado, subraya. Lo mismo estaba ayudando al marido en las labores del campo que cuidando la cría de cerdos, a veces muy numerosa. “En el año de la fiebre porcina sacrificamos casi treinta puercos”, recuerda Monguito.

Un árbol enorme sombreaba la casa de tablas, pero ella con la porfiada escoba de palma, jamás dejó que las hojas mustias invadieran su patio, liso y pulido, como si fuera de cemento.

Hace más de 30 años, Tomasa, quedó viuda, pero no se casó más, tampoco se enamoró de otra persona, quizás por su espíritu indomable, por la línea recta de su vida o porque su corazón tenía, para ese entonces, suficientes puertas, ventanas y seres a los que dedicarse.

Hace frío en la mañana de este 28 de diciembre en Jaruco, cuando visito su casa en busca de esta maravillosa antigüedad humana. Pasa del mediodía y Tomasa duerme la siesta. Él nos presenta y todo parece indicar que ni siquiera advierte mi llegada.

Mientras Ramón acomoda sobre su cuerpo, ya frágil, la manta tejida que la resguarda del invierno, observo los piececitos de la mujer enfundados en unos calcetines tersos, y no puedo menos que conmoverme con tanta paciencia y tanto cariño.

Para colmar mis asombros, Monguito, refiere, que su madre no toma medicamento alguno, que no le da ni catarro. También enfatiza, que aún avisa cuando quiere ir al baño y por eso casi nunca amanece mojada su cama. Lo corrobora el olor a limpio de la habitación.

Igual aroma envuelve la casa donde nada está fuera de su sitio. La vajilla fregada, el piso libre de polvo y las cazuelas brillantes, son la reafirmación de que perviven en el ambiente las lecciones de Tomasa Mesa Alberto.

A los 107 años, ella sigue siendo el eje en el planeta de los suyos. Después de tantos inviernos y aguaceros, todo sigue como le gusta y como debe ser: “ella es la que manda”, lo dice Ramón, y nadie puede dudarlo. (LHS)

Marlene Caboverde

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