Atención partida, corazón desconectado. Foto: Radio Jaruco

Vivimos en una época donde todo parece moverse demasiado rápido. Las ideas, los deseos, las modas… incluso las emociones. Y en medio de esa velocidad, los niños y los adolescentes crecen mirando pantallas más tiempo del que miran rostros. Se desplazan por mundos digitales que les ofrecen estímulos sin fin, pero pocas veces les piden detenerse a sentir.

La atención esa capacidad de detenernos, de observar con profundidad, de estar verdaderamente presente se ha convertido en un recurso escaso. No porque no lo tengamos, sino porque se nos escapa entre clics, entre ventanas abiertas y mensajes entrantes. Y cuando la atención se fragmenta, el vínculo humano también se quiebra.

A veces los vemos: con los ojos fijos en una pantalla y los sentidos adormecidos. No escuchan cuando los llamamos, no responden cuando los miramos. Están presentes, pero no están. Sus mentes saltan de video en video, de aplicación en aplicación. Y su corazón ¿ a dónde va cuando nadie lo escucha, cuando nadie lo espera con silencio?

Hay niños que, desde muy pequeños, aprenden a deslizar el dedo antes que a sostener una mirada. Hay adolescentes que acumulan cientos de “me gusta” pero no saben cómo decir “me duele”. La conectividad se ha vuelto permanente, pero paradójicamente, muchos se sienten más desconectados que nunca.

Nos preguntamos por qué no hablan, por qué se aíslan, por qué parecen irritables o dispersos. Y tal vez la respuesta no está en su rebeldía, sino en su sobreexposición. No es que no quieran estar, es que ya no saben cómo. Su mundo gira en torno a estímulos rápidos, recompensas inmediatas, y todo lo que exige espera o profundidad les resulta lejano… incluso amenazante.

Educar en estos tiempos no es solo enseñar contenidos, es recuperar la presencia. Enseñar a estar sin prisa. A leer el silencio. A mantener una conversación sin consultar el celular cada tres minutos. A prestar atención no para responder, sino para comprender. A mirar no con los ojos, sino con el alma.

La atención sostenida es un regalo que pocas veces damos. Y sin ella, es difícil que alguien se sienta verdaderamente visto, validado, amado. Por eso, cada vez que logramos sentarnos junto a un niño sin interrupciones, cada vez que un adolescente se atreve a hablar y nosotros lo escuchamos sin distracciones, ocurre algo profundamente reparador: el corazón se conecta.

No se trata de rechazar la tecnología. Ella tiene un lugar, puede ser puente, puede ser herramienta. Pero no puede reemplazar el abrazo, la mirada, el silencio compartido. Si no cuidamos estos gestos pequeños, terminaremos criando generaciones que saben más de algoritmos que de empatía, que reconocen más iconos que emociones.

Hay una ternura que solo nace cuando prestamos atención verdadera. Y hay un dolor que solo se calma cuando alguien nos acompaña sin fragmentarse. Nuestros niños, nuestros jóvenes, no necesitan más entretenimiento. Necesitan presencia plena. Necesitan que alguien los mire como si fueran lo único que importa en ese momento.

Porque cuando prestamos atención de verdad, no solo enseñamos a concentrarse… enseñamos a amar.

Tomado de Radio Jaruco

Yazmín Hidalgo

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