Mayabeque, Cuba: El cielo, vestido de sombras, anunciaba una lluvia inminente. En las gradas, los pequeños leoncitos de Leonelito aguardaban, con el corazón palpitante y los ojos encendidos de ilusión, la señal para saltar al diamante del estadio Celso Taboada de San Antonio de Río Blanco. El entrenador, figura paciente y sabia, con esmero, domaba el terreno donde las recientes lluvias habían despertado a la maleza.

Era el preludio de una tarde tejida con colores vibrantes, emociones a flor de piel, alguna lágrima fugaz y un océano de amor. Tal vez el homenaje a los padres llegaba con retraso, pero para el equipo, lo esencial era celebrar a quienes sostienen, con manos firmes y corazones generosos, la pasión de sus hijos.

En un abrazo fraterno, las generaciones se entrelazaron: padres, abuelos, e incluso “mapás”, esas madres que cumplen un doble papel, recibieron el regalo más puro y sincero: el afecto de los futuros peloteros, plasmado en postales sencillas, escritas con la tinta inexperta pero honesta de sus propias manos.

Como la gran familia que son, niños y grandes compartieron un festín de sabores: pizza deliciosa, ensalada fresca, croquetas y merenguitos dulces, fruto del esfuerzo colectivo de ese círculo de apoyo brindado desde el hogar de cada deportista.

Tras ese momento, los pequeños leoncitos de Leonelito fueron al terreno con la misma pasión de siempre. Guante, bate y pelota en mano, desbordaron disciplina y técnica, en un juego que es parte esencial de la preparación de quienes han hecho del béisbol una forma de crecer, de aprender, de amar.

Así, bajo el cielo que finalmente se abrió en claros, la tarde se fue deshilando entre risas, abrazos y promesas de volver. Y en el corazón de cada asistente quedó grabada la certeza de que, mientras haya niños que jueguen y familias que acompañen, el diamante seguirá brillando, inmortal, bajo cualquier tormenta.

Nileyan Reyes Miranda

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