Había transcurrido un año del fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina y en Madrid, de madrugada, dos de sus compañeros condenados a seis años de presidio en aquel proceso injusto y lleno de odio, clavaron en las puertas de las iglesias y los edificios públicos una hoja impresa denunciando el crimen del 27 de noviembre de 1871.
La hoja impresa la firmaban Fermín Valdés Domínguez y Pedro de la Torre y Núñez, que tras el indulto tuvieron que viajar a España para no ser asesinados por los voluntarios, sin embargo, la había escrito José Martí.
En las iglesias de todas las ciudades españolas donde continuaban estudios los supervivientes de la tragedia, se realizaron oficios religiosos en recordación de los ocho fusilados, y en el propio Madrid, en casa del cubano Carlos Sauvalle y Blain, amigo de Martí, se realizó un acto conmemorativo.
Aunque Martí estaba convaleciente de la cirugía que se le practicó para eliminar una afección traumática ocasionada por las cadenas cuando sufrió prisión en Cuba, pronunció las palabras de homenaje.
Pero no vio Martí nunca aquellas muertes como motivos de un sufrimiento que restara bríos a los que continuaban con vida y anhelaban sacudir a España del yugo de un régimen capaz de cometer semejante injusticia. Por el contrario, consideró a aquellos adolescentes inmolados como fuente permanente de inspiración.
Así lo demostró en su extenso y apasionado poema “A mis hermanos muertos el 27 de noviembre”, que firmó solo con sus iniciales y apareció en las páginas finales del libro en que Valdés Domínguez denuncia el crimen cometido por los voluntarios en La Habana.
En una de sus estrofas, subrayaba: “Cuando se muere en brazos de la patria agradecida, la muerte acaba, la prisión se rompe; ¡Empieza, al fin, con el morir, la vida!”
Igual sentimiento está presente en la velada-homenaje a los estudiantes fusilados, realizada en el Liceo cubano de Tampa, en 1891, donde pronunció un discurso conocido como Los Pinos Nuevos:
“Otros lamenten la muerte necesaria: yo creo en ella como la almohada y la levadura y el triunfo de la vida”, expresó en un momento de su homenaje, y afirmó:
“Del semillero de las tumbas levántese impalpable, como los vahos del amanecer, la virtud inmortal, orea la tierra tímida, azota los rostros viles, empapa el aire, entra triunfante en los corazones de los vivos: la muerte da jefes, la muerte da lecciones y ejemplos, la muerte nos lleva el dedo por sobre el libro de la vida: ¡así, de esos enlaces continuos invisibles, se va tejiendo el alma de la patria!”.
En vez de una recordación luctuosa, aquella intervención de Martí ante los emigrados cubanos fue un llamado a la admiración de aquellos adolescentes:
“Lo que queremos es saludar con inefable gratitud, como misterioso símbolo de la pujanza patria, del oculto y seguro poder del alma criolla, a los que, a la primer voz de la muerte, subieron sonriendo, del apego y cobardía de la vida común, al heroísmo ejemplar”, expresó emocionado.
Y durante su estancia en Nueva York, cuando preparaba la guerra necesaria, escribió en Patria, en 1893, un artículo titulado: El 27 de noviembre, donde realizó un agudo análisis, “desde su nacimiento a su ejecución”, de los hechos que llevaron a la muerte a los ocho inocentes, y resaltó el ejemplo que ellos dejaron sembrado en nuestra historia:
Por eso, en el aniversario de que las balas del pelotón de fusilamiento pusieran fin a la vida de los ocho estudiantes injustamente condenados, sus verdugos no pudieron impedir que ellos se convirtieran, a lo largo de la historia, para la juventud cubana, en un símbolo que continúa convocándola. (IVP)