Un 10 de octubre pero de 1968 estalló la insurrección en el ingenio La Demajagua, encabezada por Carlos Manuel de Céspedes. Esta efeméride no sólo constituye el primer gran empeño libertario, sino que también dio inicio al proceso de formación de nuestra nacionalidad.
Sus protagonistas nos enseñaron a pensar como cubanos, nos legaron una tradición de lucha y una voluntad acrisolada que se prolongaría casi un siglo.
La contienda del 68 no condujo al triunfo de los ideales, pues frente a la virtud de los patriotas floreció la discordia, el regionalismo y el caudillismo, que dieron al traste con el empeño emancipador. Pero fructificó la semilla y las nuevas generaciones de combatientes, inspirados en los mambises de 1868 y 1895.
Esa gesta libertaria no logró la independencia, pero sí la aprobación de la primera Constitución de Cuba, además de reafirmar el ideal de lucha contra el colonialismo español y la esclavitud, contribuyendo a su abolición en 1886.
En el momento del estallido revolucionario la población esclava ascendía a más de 300 mil hombres y mujeres, más del 70 por ciento en la región occidental.
Había también alrededor de 200 mil mulatos y negros libres (41,3 por ciento en occidente, 20, 5 por ciento en el centro y 38,2 por ciento en oriente).
Carlos Manuel Céspedes, El Padre de la Patria, como se le conoce, borró ese fantasma del escenario cubano al saludar a sus esclavos que quedaron libres en ese momento e invitar a otros dueños presentes que igual lo hicieran.
“¡Ciudadanos, exclamó, hasta este momento habéis sido esclavos míos! Desde ahora, sois tan libres como yo. ¡Cuba necesita de todos sus hijos para conquistar la independencia!”
“Los que me quieran seguir que me sigan; los que se quieran quedar que se queden, todos seguirán tan libres como los demás”.
Y esa libertad nadie nos la ha podido arrebatar a lo largo de nuestra historia. (YDG)