La Habana: Ya próximos al aniversario 62 del triunfo de la Revolución Cubana, en una hora que pudiera definirse, como lo hizo Martí, de los hornos, y a su vez caracterizada por un profundo debate que nos lleva a un tema de sumo interés, como lo es la defensa de la Revolución desde la intelectualidad nuestra, específicamente aquella que integra en su ámbito más usual a escritores, artistas, pensadores –sin que ello sea reduccionista, por cuanto hacemos la salvedad de que intelectuales también pueden ser considerados los políticos, entre otros pensadores–; este análisis, que pudiera tocar a quienes trabajan la política, está más bien enfocado en el escritor o en el artista que vive en la hora actual de Cuba, y en su participación en la construcción de una sociedad mejor.
Para hablar de intelectualidad revolucionaria es vital asirse al pensamiento emancipador de José Martí, quien hubo de señalar un camino revolucionario, primero en defensa de lo autóctono, lo propio, y, segundo, con la asunción de un carácter entero y una coherencia discursiva permeada de eticidad. Luego, desde su óptica, entendamos el momento presente, que es revolucionario y definitorio. Vamos a Martí porque en él encontramos, pese al tiempo, una extraordinaria apoyatura política, ética y cultural, un sostén intelectual de referencia. También lo fue para la generación de hombres como Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena, y, decisivamente, para la Generación del Centenario de su natalicio, que alcanzó su máxima expresión en los actores principales de las acciones del 26 de julio. Al decir de Roberto Fernández Retamar, Fidel atribuyó a Martí «la paternidad de la más creadora revolución del continente americano…».
¿Por qué Martí sería el autor intelectual del asalto al Moncada? ¿Acaso no había referentes en la intelectualidad cubana de aquel tiempo, contemporáneos con Fidel? Coincido con Retamar en un análisis que hiciera en el ensayo Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba, donde demuestra cómo, antes del triunfo de la Revolución, específicamente en el llamado periodo entrerrevoluciones (la del 30 y la iniciada en 1953), la intelectualidad cubana estaba sumida en un escepticismo y despego, desilusión y desesperanza, provocados por el ambiente político y social tan incierto y convulso. O sea, que no ocurrió lo mismo que en la revolución del 30, en que sí hubo una intelectualidad protagonista. En 1953 otra era la situación.
Pero volviendo sobre el rol de la intelectualidad, es necesario contextualizarla, definirla, desde la propia existencia en Cuba de una Revolución, que no es cosa del pasado, no es un ente abstracto sin vida, no duerme el frío letargo del sinsentido, y es sin duda, desde su canto victorioso, una auténtica Revolución cultural. El valor de la cultura en ella alcanza una elevada expresión de defensa y garantía de supervivencia (al decir de Fidel, la cultura es escudo y espada de la nación, es lo primero que hay que salvar), y en su propagación, nos enseñó Martí, está la madre del decoro, la savia de la libertad, el mantenimiento de la República y el remedio de sus vicios. En Cuba, Revolución y cultura forman un cuerpo teórico que cobra vida en la alternativa socialista que asumimos; desde criterios sólidos, coherentes, bien definidos, por cuanto más lúcidos en tiempos de crisis humanística, de posmodernidad, de una realidad insostenible en el mundo.
Cuba está en medio de un proceso eminentemente revolucionario, cambiante y transformador; sobre la base del sentido del momento histórico (acorde a la definición de Revolución dada por Fidel, porque, por cambiar, cualquier cosa se cambia, pero ¿sería un cambio revolucionario?). En tales cambios, asumen un protagonismo notorio los políticos, la vanguardia política, y, entonces, ¿dónde queda esa intelectualidad que ha de cuestionarse, criticar (entiéndase el ejercicio del criterio, definición martiana), proponer, advertir, buscar soluciones a problemas dados?
El intelectual tiene entre sus caminos hacer su creación fuera de lo esencial, o el de colocar su intelecto al servicio de la obra común y colectiva en construcción. Es decir, el intelectual o es revolucionario o no lo es; su creación puede estar o no al servicio de la Revolución, del pueblo, de la cultura que, en los canales de la cotidianidad, se va sembrando.
Está el intelectual que asume primero que vive una Revolución, y luego que su quehacer, para ser revolucionario, tiene que implicarse plenamente en la vida cambiante del país; para así hacer parte de la forja continua de una cultura renovada, enriquecida, contentiva de valores que responden a un tiempo histórico, a paradigmas, a criterios éticos y estéticos cada vez más liberadores y dignos, que contribuyan a la construcción y desarrollo de la sociedad con su pensamiento, su creación, su propuesta. Sin embargo, el que, con apatía, escepticismo, hipercriticismo (es un mal caracterizado por el egoísmo, la exageración, la deslegitimación), se aparta y autoexcluye, incita a destruir lo revolucionario de verdad. Muchas veces estos intelectuales utilizan garantes como el nocivo dogmatismo, los desvaríos que en el proceso transformador se cometan, las fisuras, las zonas sensibles de la sociedad, para atacar a la propia Revolución.
Pero su postura hipercrítica pasa por la desacreditación a ultranza de los cambios y transformaciones que hemos realizado en Cuba. Asume un falso concepto de «revolucionario», y solo se contenta con una crítica despiadada y favorable al enemigo de la Revolución. Es fácil tocar las llagas sociales y apretar, para que sigan sangrando, en vez de hacer algo por cambiarlas. Es fácil intentar deslegitimar al Gobierno, «cuestionarlo todo», hacer ver que lo que hacemos está mal. Es fácil ver las manchas del sol y abdicar de la ética con que un cubano revolucionario debe actuar, posturas que dañan y advierten una fragilidad conceptual. Ahí es donde nos hace falta la lucidez, darnos cuenta de que este tipo de intelectual no es el burdo, impúdico y torpe contrarrevolucionario, mercenario, sino una especie de tigre que esconde sus garras en terciopelo, pero que igual obtiene sus beneficios de ese enemigo histórico.
En Cuba tenemos una intelectualidad revolucionaria, heredera de una tradición de lucha en la que la creación ha sido parte integrante de la propuesta revolucionaria. Y esta intelectualidad (no la vanguardia política en la que hombres como Fidel, Che, Hart…, eran profundos intelectuales), si bien tuvo antes del triunfo revolucionario en 1959 excepcionales exponentes, no será hasta el triunfo en sí, y lo que trajo consigo, cuando se irá introduciendo en la vida transformadora del país, y su creación intelectual se irá permeando del ambiente revolucionario de entonces. A eso contribuyó mucho el discurso de Fidel en 1961, conocido como Palabras a los intelectuales. Nótese que esto se da cuando ya se ha declarado el carácter socialista de la Revolución, y, ante las dudas (lógicas y necesarias) de artistas e intelectuales sobre los derroteros de la creación, las cuestiones estéticas, etc., demandas propias de los creadores, se traza una política por un intelectual de la talla de Fidel, que aprendió de Martí.
Hubo intelectuales que se unieron a la Revolución, que devinieron hombres nuevos cuya creación artística e intelectual asimilaba críticamente el carácter revolucionario del momento y de su propia creación. Otros se plegaron a la desidia, al escepticismo, al abandono, a la elección de un camino creador fuera del país (en lo individual). Hubo quienes renegaron de la propuesta país que en sí misma era la Revolución, y se declararon abiertamente contrarios a ella.
Hoy Cuba vive una situación singular con una intelectualidad que se agrupa en un núcleo consagrado (de diferentes generaciones) de intelectuales orgánicos, coherentes, lúcidos, que no desconoce los problemas, que no hace concesiones de principios, que asume un pensamiento crítico en las diferentes manifestaciones, y, lo más genuino, que se define como tal.
Pero no se puede negar que hay quien alcanza su plenitud en la vorágine de la creación y asume una neutralidad que conduce a la confusión, a la indefinición, que es el más vulnerable por su distancia, repliegue, criterios ambiguos, ingenuidades muy nocivas (los que no se acuestan con las armas del juicio y las ideas de almohada, sino con el pañuelo seductor de la colonización a la cabeza).
Y existe quien en apariencia puede mostrar un contenido supuestamente revolucionario, pero en realidad es lo contrario. Son los que pretenden, con su discurso, que llega a ser incoherente desde lo conceptual, negar la dignidad y la ética con que se ha de comulgar. En este escenario, el enemigo atacó a la Revolución, atacando la cultura; pretendió generar un caos culpando a la institucionalidad revolucionaria. Ese era el plan: dividirnos, debilitarnos, desestabilizarnos.
Pero una vez más se pone de manifiesto lo señalado por Fidel en Palabras…: una avanzada de consagrados y noveles intelectuales revolucionarios cubanos conforman esa vanguardia que no dialoga con quien pretende hacer sucumbir las bases más genuinas de la Revolución. Esta vanguardia intelectual revolucionaria en Cuba es martiana y ha hecho una elección al decir, como Martí en Vierte, corazón, tu pena: «Verso, o nos condenan juntos, o nos salvamos los dos».
Continuemos forjando el antimperialismo y apostando a seguir venciendo los límites de lo posible, para seguir viviendo en Revolución. (adm)