El Convenio del Zanjón fue la pesada bruma tras la desunión, la maniobra de un hábil enemigo y el lógico cansancio por 10 años de guerra. La Protesta de Baraguá supuso el relámpago en la tempestad. Lumbre de un mal tiempo, pero luz al fin que esclarece el ánimo y hasta la grave y difícil decisión de seguir, a pesar de los pesares, aunque se desmovilizara, no ya la mano que se rinde y firma, sino también aquella que extiende tanta gloria sobre la gesta de Cuba.
Es el caso, por ejemplo, del Generalísimo Máximo Gómez Báez. Para aquel acto tremendo en el justo centro de marzo de 1878, ya el prócer dominicano-cubano no estaba en la manigua. Dignísimo, sin falta emocionado, daba por perdida la guerra. Se lo dijo en confesión tensa al mismísimo Maceo. Por cierto, otro hombre de su rango, Vicente García González, reclamaba en ese minuto un consejo de guerra que juzgara su conducta, al culparlo de la oleada desertora de aquellos dramáticos días.
El historiador y ensayista cubano Rolando Rodríguez García, califica de extraña la actitud del hombre que logró en Lagunas de Varona la renuncia del presidente interino Salvador Cisneros Betancourt, la cabeza pensante del golpe contra Céspedes en Bijagual. Para entender la complicada urdimbre de ese tiempo, se requiere la lectura perforadora que sugería el Apóstol. Aún pesaba un mundo la destitución del Padre, y la lógica reacción de los Hermanos del Silencio, leales cespedistas, de quienes casi no se habla.
El 7 de febrero de 1878, en su cargo de Presidente de la República de Cuba en Armas, el Mayor General Vicente García González sostuvo en El Chorrillo, en Camagüey, una entrevista con el General en Jefe español Arsenio Martínez Campos. Allí le comunicó que su propia condición al frente del Ejecutivo insurrecto, le impedía llegar a acuerdo alguno de una paz sin independencia. En su diario de campaña, el alto oficial cubano consignó que solamente se comprometió con consultar al resto de la jerarquía mambisa aún sobre las armas.
El Capitán General hispano aseguró luego que García González le había asegurado su adhesión al pacto. Según parece, su presencia luego en Baraguá lo sacó del paso. Allí manifestó que eso le perturbaba sus planes, y en un rapto de astucia y hasta de diplomacia, dijo que aplaudía la decisión de aquel jefe cubano de unirse a sus compañeros.
Realmente, las jugadas de esa hora del presunto caudillo indisciplinado, regionalista, desmoralizante, fuera de la ley tras maniobras políticas contra Salvador Cisneros Betancourt, Tomás Estrada Palma, de ninguna simpatía hacia la gente de la Cámara de Representantes en funciones, no cuadran en el casillero ajedrecístico de la historiografía tradicional. Gústele a quien le guste, pésele a quien le pese, como destaca la catedrática cubana Carmen Almodóvar Muñoz, el “sedicioso incorregible” estaba junto a Maceo en la Protesta.
No debe de haber sido un hecho fácil, ni mucho menos. Un abismo ideológico los separaba. En la famosa carta del Titán al León de Santa Rita, fechada en San Agustín, Oriente, el 5 de julio de 1877, le pide “que se separe de sus ideas políticas”, en una clara alusión al sistema republicano-democrático-social, es decir, el corpus del socialismo francés que propagaba en la manigua el capitán Charles Philibert Peissot, de la Comuna de París, y que evidentemente Maceo no compartía.
El Convenio del Zanjón, justamente calificado de indigno por la historiografía cubana al margen de sesgos políticos, reúne en sí artículos inquietantes. El segundo fija literalmente “el olvido de lo pasado respecto de los delitos cometidos desde 1868 hasta el presente”, es decir, que quienes pactaron admitieron de iure su condición de forajidos. Ahí está escrito, en blanco y negro, el mismo reclamo de los poderosos enemigos de Cuba, que pasemos la página, que olvidemos el pasado.
En el legado fidelista aparece la idea de que el futuro de nuestra Patria será un eterno Baraguá. Allí, hombres que en el orden de los afectos no parecen tenerse tanta estima, se reunieron y lograron consensos casi increíbles. El Mayor General Manuel de Jesús Calvar Oduardo (Titá), con roces conocidos con gente presente en aquel sitio, fue electo Presidente de la República de Cuba en Armas. Y el pretendido ángel de la desunión, quedó al frente de los decididos como General en Jefe del Ejército Libertador. Y se escribió la Constitución de Baraguá, breve e intensa, para ajustar en leyes aquella resolución que hoy nos conmueve y asombra. No puede haber un mejor simbolismo. Nunca fue derogada.