El ferrocarril no llegó a España hasta el 28 de octubre de 1848 cuando la locomotora "La Mataró" realizó el primer recorrido peninsular entre Barcelona y Mataró

El siglo XIX llegó como heredero de uno de los tiempos más convulsos, hasta entonces, jamás vividos. La Revolución Industrial inglesa no solo dejó la huella de una burguesía cada vez más afín al poder y a la riqueza, sino también un entramado de inventos como pilares de un ciclo que se antojaba prometedor de principio a fin.

Fue así como en 1814, el mecánico inglés George Stephenson diseñó una extraña máquina capaz de transitar por sobre rieles, con enormes y pesadas cargas de un lugar a otro en muy poco tiempo. Desde entonces, el ferrocarril se convirtió por antonomasia en la encarnación del desarrollo económico y social de la época, punta de lanza para la industria y las relaciones comerciales; en apenas unos años la locomotora transitó en naciones como Francia, Suiza y Estados Unidos.

Dispuesta a luchar hasta las últimas consecuencias por la supremacía mundial, España entendió la importancia de adquirir esta novedosa creación para “agilizar” el enriquecimiento a costa de sus colonias, sobre todo, después de la extraordinaria demanda de café y azúcar que trajo consigo la gran sublevación haitiana de 1791.

Conocedor de la relevancia de Cuba para el mercado azucarero, el comerciante y publicista andaluz Marcelino Calero y Portocarrero, elaboró un proyecto relacionado con la construcción de un camino ferroviario que enlazara a La Habana con el Valle de Güines.

La intención no era para nada fortuita, pues en 1846 bajo la jurisdicción de esa villa se contaban 66 ingenios, los cuales, para 1857, aumentaron a 89. Ubicado en el Fondo del Real Consulado, perteneciente al Archivo Nacional de Cuba, un documento de la época, identificado como el expediente 4981, explica: “El camino escogido es el de Güines porque siendo el único en aquella dirección en que se encuentran riquísimas comarcas, y en consecuencia el más frecuentado, ha de ser el más productivo para los accionistas”.

Tras conocerse la propuesta por el Gobernador y Capitán General, Francisco Dionisio Vives, y por la Real Sociedad Patriótica Amigos del País, quedó constituida una comisión nombrada Junta de los Caminos de Hierro, que se encargó de hacer realidad la empresa de introducir el ferrocarril en la Mayor de las Antillas.

Finalmente, en octubre de 1834, se autorizó el permiso para gestionar con Inglaterra un empréstito de dos millones de pesos concertados en 450 mil 450 libras esterlinas. Para dirigir los trabajos se contrató al ingeniero estadounidense Alfred Kruger, quien dirigió toda la operación.

Las labores se iniciaron el 9 de noviembre de 1835 con una mano de obra fundamentalmente esclava. Como de costumbre, el trato hacia los constructores de la línea férrea fue deplorable, al punto de estimarse una muerte por cada 60 metros de camino terminado. De acuerdo con los cálculos, el plan duraría tres años hasta Bejucal y cinco hasta Güines.

Aquel tormentoso domingo del 19 de noviembre de 1837, más de un curioso prefirió abandonar el calor de su vivienda para ver andar por primera vez un tren. Abultados los unos sobre los otros en una improvisada terminal, el gentío contempló la magnificencia de tan extraordinaria máquina.

Sobre las siete de la mañana los ingenieros comenzaron a ultimar los detalles de la locomotora tipo “Rocket”, de fabricación inglesa. Una hora después, bajo un torrencial aguacero, regaló un densa estela de humo y poco a poco comenzó a moverse rumbo a Bejucal frente a los ojos de unos entusiasmados espectadores.

Así, un pequeño archipiélago del Caribe se convirtió en el primer lugar en Iberoamérica y el séptimo territorio de todo el mundo en hacer uso del ferrocarril. A dominios güineros no llegó hasta 1838, un año antes de lo programado, con lo cual se completaron, de una vez y por todas, las 46 millas que lo distanciaban de La Habana.

Quizás, la reina Isabel II -a la que se le dedicó el recorrido fundacional por su séptimo cumpleaños- nunca contó como uno de sus regalos las peripecias de unos entusiastas soñadores. Lo cierto es que, desde entonces, escandalosos artilugios perturban la sonoridad de nuestros campos y las cosas, para bien, no han vuelto a ser lo mismo.

Haroldo Miguel Luis Castro

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