Pareciera que la naturaleza está de buenas cuando crea hombres como él, la genética conspira y el milagro sucede. El nacimiento pasa como uno más entre otros muchos, pero el porvenir demuestra que había algo especial.
Pues este fenómeno ocurrió cuando el 14 de junio de 1928, un niño llamado Ernesto llegó al mundo. Rosario, Argentina, fue la cuna. Con la respiración entrecortada pasó la infancia, y no se trataba de emociones pasajeras, sino de un padecimiento de asma que lo acompañaría siempre.
Su madre, Celia, permaneció en casa junto a él cuando ir a la escuela se le hizo imposible, para enseñarle las lecciones que debía aprender. Pero Ernesto era más, menos de números y teorías básicas, de pensamientos amplios, estudioso de la guerra civil española, de la historia, de la filosofía de Marx, Engels y Lenin.
Logró completar la carrera de Medicina, y la ejerció alentado por una fuerza poderosa, su vocación de servicio. Además de ser identificado como “comunista peligroso” en Guatemala durante el golpe de Estado en 1954, a la luz de sus ideas revolucionarias, Ernesto viajó a México donde se produjo el encuentro con el líder Fidel Castro.
Después de conversar una noche entera, asombrados el uno por el otro, el Che se convirtió de inmediato en el médico de la Expedición del Granma para venir a Cuba en 1956. Sobre las olas de las costas mexicanas zarpó con los cubanos el yate, y entre ellos, un argentino que había decidido darlo todo por las causas justas de los pueblos.
En Cuba encabezó la lucha, subió a la Sierra, guió a los hombres, aportó al movimiento, y por último gloriosamente tomó Santa Clara. Cada uno de estos elementos pudiera ser argumentado con anécdotas y escritos, la huella del Che es profunda como su sentimiento de antiimperialismo.
Con la Revolución en el Poder no fueron pocos sus cargos, desde jefe de La Cabaña y de capacitación del Ejército Rebelde, Presidente del Banco Central de Cuba, hasta Ministro de Industrias.
Su despedida al pueblo de Cuba fue triste, cuando otras naciones del mundo necesitaron de él, para liberarse. Su labor no terminaría, le era imposible no luchar mientras hubiera pueblos oprimidos.
En la Higuera, Bolivia, el Che fue asesinado en 1967. Regresaron sus restos a Cuba muchos años después, y los de sus compañeros, que hoy descansan en el mausoleo erigido en su honor en Santa Clara, desde donde la imagen del Che escultural, sigue dando la impresión del guerrero dispuesto a todo.
Lo que dijo, lo que hizo, trasciende para la historia, donde los hombres lo esperan y lo evocan. Honrar y recordar es poco para quien nos dijo que: “Ser bueno es fácil, lo difícil es ser justo”. Convivimos con él, cada día, cuando los pioneros dicen: ¡Seremos como el Che! Su muerte es difícil de mencionar y de creer cuando se palpa la visible impronta de su legado. (BSH)