La tristeza pocas veces visitó mis días de infancia. Sin embargo recuerdo aquella mañana de octubre, el sol solo mostrando su timidez o su angustia, se negó regalarnos su luz vespertina.
Algo había en el aire. Un aura triste sobrevolaba los almendros del patio de la escuela. Como un sueño recuerdo el paso lento de la directora, el gesto sobrecogedor de su semblante, luego del saludo la pausa interminable, el silencio que se multiplicó entre los presentes, en aquel matutino angustioso la noticia, en el páramo boliviano habían asesinado al Che.
Allí en la nunca olvidada escuela de la Higuera, el héroe que sobrepasó los límites dela geografía argentina, para sumarse al asalto a la aurora, que protagonizarían quienes viajaron en el mítico Yate Granma y que luego marcharía como Quijote de estos tiempos otras fuerzas necesitadas de sus modestos esfuerzos, sería víctima de la cobardía e ignorancia de alguien desconocedor de que es imposible desaparecer a grandeza. Cuyo único mérito, si acaso puede llamársele así, es haber disparado contra la inmortalidad.
Hoy celebraría con un pueblo que lo adoptó como hijo, tras habernos dado el regalo más grande, el ejemplo diario, su entrega sin límites a la justicia, a la verdad, a la equidad. (IVP)