Suele el juicio de la crítica apuntar que el poema dramático Abdala es una obra iniciática, de una muy temprana juventud. El profesor Ramiro Duarte repetía una y otra vez: Sí, pero ese adolescente era José Martí. El recordado pedagogo cubano discurría así la permanente grandeza del autor, allí donde él mismo vio solamente un ejercicio literario, o una noveluca, o una sencillez.
Resulta numeroso el valor de los signos en ese drama, publicado el 23 de enero de 1869 en el único número del periódico La Prensa Libre. Hay una clara alusión a la resistencia. El pueblo nubio defiende identidad y tierra ante el imperio egipcio, que históricamente lo acosa desde el norte. En esta parte del mundo, el conflicto parece replicarse. El Apóstol de Cuba escribirá años más tarde que del arado nació la América del Norte, y la española, del perro de presa.
El escenario africano expone deslumbrantemente a un héroe negro, alejado de los acostumbrados contextos grecolatinos, hispanos, hasta británicos, de los escritores de este lado del mar. África, como se sabe, constituye un contenido proteico de la familia de pueblos aquende del océano Atlántico. Desde su infancia, Martí conoció el flagelo de la esclavitud. Aquel hombre asesinado, colgado de un seibo del monte, selló el juramento de lavar con su vida el crimen.
Abdala supone un símbolo bastante repetido allí donde el universo musulmán reparte sus códigos. Aparece en el distendido nombre del padre hachemita del profeta Mahoma. También en el del último sultán del reino nazarí de Granada. En uno de sus lances, Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador, venció a un tal Abdala, página del más importante cantar de gesta de la literatura española. El nombre remonta el tiempo, para tener un significado definitivo, revelador: servidor, virtuoso, santo.
Existe una inequívoca carga autobiográfica en el poema dramático de Martí. Espirta, la madre del héroe, no comparte el sacrificio del hijo. Por momentos, la mujer rebasa en significación al protagonista. El tema, se sabe, ocupa a la creciente agonía del Apóstol de Cuba. Es una línea continua, explícita al dorso de la famosa fotografía del presidio, desde aquellos versos endecasilábicos de las flores y las espinas, hasta la carta fechada el 25 de marzo de 1895, en vísperas de un largo viaje para incorporarse definitivamente como combatiente en la nueva guerra.
El arte mayor del soneto detalla la naturaleza interior de Abdala. Sorprende la capacidad de construir la historia a partir de las sonoridades difíciles. Es decir, el autor no se queda en la complicación del tema. Apuesta por la tarea ardua y dificultosa en las formas. El contemporáneo Alberto Pedro decía que el teatro es conspiración. En la obra martiana estaría la más hermosa confirmación.
El orador vibrante y seductor que se echó a un pueblo sobre sí, ejercitó desde bien temprano la palabra viva en el poema dramático. En ese corpus de antorcha encendida aún radica el instrumental para resistir, para ganar a pensamiento la guerra mayor que se nos hace. El exergo registra el eterno reclamo: Escrito expresamente para la Patria. (IVP)