“Si echas semillas debajo de la tierra, siempre recogerás algo”, sentencia Octavio Monterrey Hernández, mientras descubre para nosotras los canteros que él mismo bordó sobre un terreno, antes plagado de rocas, en la escuela primaria Raúl Hernández, en Jaruco, Mayabeque.
Luego, acaricia un melón de castilla que engorda bajo sus cuidados, y señala el quimbombó, casi listo para la cosecha.
Cuenta, que recogió, no hace mucho, casi 30 libras de pepino sin usar químico alguno. Las plagas y los insectos suele combatirlos con un preparado a base de tuna, cardón, tabaco, aserrín y otros productos, todos naturales, explica. Y como abono, utiliza borra de café y un sinfín de remedios caseros que han hecho bien a los jardines y parcelas de su Ciudad Condal.
Lamenta la sequía que no deja prosperar el cebollino ni el orégano, y que le impide plantar las posturas de ají en un cantero de tierra roja, ávido de lluvia y de colores.
“Lo único que me hace falta es un “palito” de agua para sembrar yuca y boniato, aunque sea dos surcos para el comedor”, dice sin dejar de contemplar el huerto que ha sido en los últimos cinco años su mejor compañero.
“Aquí me siento mejor que en mi casa”, confiesa, al tiempo que recorre con sus dedos larguísimos las hojas de un limonero, que plantó para los jugos, la sombra, los pájaros, las hormigas…
Lo que “más guerra” le da cada vez que revientan las aguas, admite, son los caracoles gigantes africanos. A esos, subraya, les tiene jurada una batalla con cal, inteligencia y perseverancia.
Los sábados y domingos, Octavio, también los dedica a esta faena porque le hace olvidar las cataratas y la hipoacucia que ganan espacio en su cuerpo de 77 años de edad.
Quizás, el agua cayendo de la regadera, los semilleros transformándose en bosques minúsculos, el empeño por adelantar la matica de naranja agria y la uva caleta que un día parirá frutos con aroma de mar, le hacen olvidar que la mujer que lo acompañó por más de 40 años ya no estará, con su risa de jardín, esperándole en la puerta .
Anima saber que las mismas manos del mecánico que sirvió durante décadas al sector petrolero, hoy embellecen un huerto, educan a los niños, aleccionan a la comunidad.
Al final, si hay que seguir haciendo y si hay que llorar sin dejar de amar y vivir, diría Octavio, vale mejor convertir la tierra en hombro, alas y pan. (rda)