La tarde resultó mágica en compañía de la excelente poesía de la neopacina Andrea Molina.
Sólo la conocí cuando la escuché hablar de su infancia plagada de preguntas, de sueños que parecían imposibles por el estigma del color de su piel, por los menguado recursos de su familia y por la incomprensión de los que no alcanzaban a ver en ella lo que era, un alma escogida por no se sabe qué designio para el cultivo de la poesía.
La oí con emoción desgranar con voz pausada y cálida los emotivos versos de su libro Los Alfiles y regresé la fantástica metamorfosis del gusano y la crisálida y ante mi voló la mariposa.
El lector de poesía busca en ella su propia historia, trata de identificarse con lo que escucha, de descubrir los episodios de su propia vida pero en muchas ocasiones el hermetismo de la lírica actual se lo impide, sin embargo la de Andrea García Molina es un pedazo de mar, un espacio de cielo el cual parece común y compartido.
Andrea ofrece sus versos claros y descifrables, porque en su obra está su propia vida, su sentir y su espiritualidad y nos conduce solícita, soñadora a horcajadas en cada verso, hecho de pasión y de sueños no tan imposibles.
Su poesía la desata, la libera, la agiganta y la hermosea. Andrea se siente parte de la tierra, de la lluvia. Ama los días luminosos, idolatra aquellos poemas que se resisten a llevar un nombre y que ella nombra sin fe de bautismo.
Ama como casi todos los hijos a su madre, ama la soledad y el bullicio de la cubanísima conga. Andrea Molina, dicharachera y apasionada, ama la vida.
Ella llenó la tarde del Café Literario, de la biblioteca de Melena del Sur, de rimas, de versos blancos y de cubanía.
Fue sin duda alguna una jornada inolvidable, un regalo para los amantes de la poesía y en especial para mí porque alivió el cansancio del cuerpo con la emoción que comunica lo bello, energiza, calma, motiva e impulsa. (LHS)