Aunque usted piense que salgo con una lupa en busca de la gente que vive en las sombras del silencio, no es así, esas historias me encuentran. Y así fue como, inesperadamente, Yadier Oropesa Pérez se cruzó en mi camino, en Jaruco.
La voz de su madre, Lasié, y la manera en que hablaba, me hicieron voltear la cabeza y detenerme. Cuando la miré y vi a Yadier, supe que, nuevamente, la vida me invitaba a descubrir, a sentir, a contar.
Ella celebraba el hecho de que un ómnibus se estacionara casi enfrente de su casa, en la Zona de Desarrollo de esta Ciudad Condal, mientras Yadier lo señalaba con la mano.
Entendí aquel entusiasmo al ver el timón soldado a la reja del portalito. “A él le encantan los carros, las guaguas, todo lo que se mueva en la carretera”, dijo Lasié cuando me entrometí en su conversación. Entonces me invitó a pasar, o más bien a entrar en sus vidas.
Cuando estuve cerca de Yadier, me miró y me empujó suavemente; era una invitación a sentarme, aclaró su mamá. Yo quería realmente, conocer a aquel muchacho de 16 años, quien compartía su alegría en un idioma indescifrable.
Lasié evocó entonces la difícil travesía de ambos; el parto complicado y el diagnóstico de la parálisis cerebral, a lo cual luego se sumó la hipoacusia, como para derrumbarla con todos sus sueños y esperanzas.
Los primeros años fueron duros, recuerda ella: “El niño convulsionaba hasta tres veces a la semana, y se quedaba como si estuviera muerto”. Pero ni esa, ni otras complicaciones del padecimiento, oscurecieron el valor y la fuerza de esta mujer de 32 años de edad.
Así lo revelan el orden, la limpieza y el jardincito que reverdece en la terraza de aquel hogar, un regalo que le ofreció el Gobierno de Jaruco hace cuatro años, y donde olvidó el miedo a la lluvia y al viento.
Sigo el hilo de sus vicisitudes hasta el Complejo Científico Ortopédico Internacional Frank País García, de La Habana, donde a Yadier le hicieron una cirugía, la cual le permitió andar a los ocho años. “Él toma varios medicamentos y nada me cuestan. La atención de los médicos es maravillosa”, dijo Lasié con absoluta sinceridad.
“Le iban a poner un implante coclear, pero no se pudo porque él mismo se da continuamente golpes en la cabeza, con las manos. No habla, pero a mí me dice Ayé”, sonríe al contar ese detalle.
Volvemos al asunto de la guagua y Wilfredo, el chofer, otro personaje que colorea la vida de Yadier. Su papel consiste en parquear la guagua donde el chico pueda verla, lo que según ella, “es un sedante y la alegría del hijo”.
Para darle gusto y complacer esa afición por los medios de transporte, un tío soldó el timón que puede verse en el portal, pues seguramente lo traslada a un mundo reservado, exclusivamente, a seres especiales.
También lo contentan unos pomos de plástico vacíos, que Lasié colgó en las afueras del portal. Contemplar su danza al compás de la brisa, es otro de los entretenimientos de su niño.
Confiesa que en el barrio todo el mundo lo quiere, “los muchachos juegan con él y muchas veces lo dejo salir, aquí cerca, porque no hay peligro, aunque yo siempre lo acompaño y no lo pierdo de vista”.
El rostro de Yadier tampoco me abandona, ni su risa, ni su insistencia en la guagua de Wilfredo, ni el timón, ni las ilusiones pintadas en sus ojos, ni ese magnetismo misterioso que convida a amarlo.
Así pensaba cuando me despedí de esa familia y de esa casa donde, justamente, antes de irme descubrí la palabra pintada en la pared: Yadier. En ese detalle se encierra la lección de esta historia. (LHS)