La cámara de mi celular no es de alta gama ni tiene los megapíxeles requeridos para descubrir la hermosura de sus ojos huidizos.

Las barandas del balcón apenas me ofrecen retazos de su cuerpecito. Él observa con curiosidad a esta desconocida que, con el consentimiento de su papá, le hace la foto.

Yo, abajo, a más de dos metros de distancia, le pregunto cómo se siente. Asiente con la cabeza y luego de mirarme fijamente, se escapa al interior de su casa.

No puedo llegar a él y tampoco sabrá que al comprobarlo vivo y sano, mi felicidad se ha hecho tan grande como la bolita del mundo.

Conocer a Luisney, el primer paciente pediátrico de Jaruco, contagiado con el virus SARS-CoV 2, era un deseo muy íntimo desde que su caso se imprimió en los documentos y las mentes de los epidemiólogos, médicos, enfermeras y técnicos de la Ciudad Condal, de Mayabeque y de Cuba.

Este niño de seis años de edad, vive en la comunidad de Bainoa, un territorio que arde en pleno invierno, porque el coronavirus se extiende enfermando a más de una decena de personas, y entre ellas, a otros dos menores de edad.

La enfermera de su consultorio médico, quien lo conoce y vela por su salud desde antes de su nacimiento, Sorangel Pérez González, dice que Luisney ya está curado, mientras aleja mi preocupación por la delgadez del niño: “él es así, menudito”, me tranquiliza.

“No ha tenido fiebre ni está decaído, pero se encuentra bajo vigilancia todavía”, expresa esta mujer con una sonrisa de esperanza que ilumina el traje de cosmonauta, que le permite estar protegida y cuidar de los suyos.

La doctora Adriana Gloria Liranza, ataviada con la misma vestimenta, pone tildes a todas las palabras de su colega y se refiere a Luisney con el mismo cariño de una tía allegada.

Su papá fue el primero en contraer la enfermedad y así fue como se contagiaron él y su mamá, pero ya todos están en casa, a salvo y con muchos ojos y brazos velando por ellos, por su bienestar, así lo constato con alegría, también con orgullo.

Cuando el peligro del coronavirus se aleje, Luisney volverá a corretear por la tierra roja de su pueblo, regresará a la escuela, terminará de aprender el abecedario y, tal vez, escriba el cuento de un solecito que iluminó la noche de la pandemia.

Todos sabremos que es su propia historia, la de un niño que fue salvado por la ciencia y la medicina cubana. (IVP)

Marlene Caboverde

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